La muerte me huye, 10 veces
La liza social y política en la pesquisa tras la libertad y en contramano a los ultrajes públicos expone a peligros potenciales. Y el riesgo se acrecienta cuando se une con el ejercicio periodístico audaz y el empeño por las reivindicaciones profesionales. En ambas prodigiosas amplitudes, la muerte acecha.
Para pervivir en el quehacer cotidiano, las dos funciones conminan a mantenerse en una alerta constante, más en esta sociedad contemporánea de riesgo supranacional o global. Diez veces yo he sobrevivido en el susurro de los paramentos más deslumbrantes e impactantes, que en los temerosos desquician sus cartílagos hormonales y neurobiológicas, y que se sombrean como ejemplos paradigmáticos.
Caída avión (1). “Voy a Santo Domingo en este vuelo”, dije a dos damas en el vestíbulo de la línea estadounidense American Airlines, en el aeropuerto John F. Kennedy, en Nueva York, la mañana del lunes 12 de noviembre de 2001, donde viajé para juramentar a los nuevos directivos del Colegio Dominicano de Periodistas (CDP), en calidad de su presidente. “Ya esa nave está subiendo” los cielos, me respondió una de ellas, en el instante en que el AirBus A-300 estallaba en el aire y caía a tierra, incendiándose, con 260 personas a bordo. Todas quedaron calcinadas. Tarde llegó a buscarme el vehículo Lincoln Towcar que me transportó al aeroparque, porque amaneció con una goma pinchada y el chofer tuvo dificultad para aflojar las tuercas. “Entre los ocupantes del avión estaba Oscar López Reyes”, destacaban los cables internacionales. Me lloraron en Estados Unidos, la capital y Barahona. Escribí el libro “No estaba en el avión. Crónica sobre la caída del vuelo 587”, y solo en el Consulado de Nueva York vendimos 200 ejemplares a 5 dólares cada uno, que destinamos a cubrir los gastos de un colega afectado de un cáncer de próstata.
La bala (2). La noche del 25 de septiembre de 2016 yo estaba sentado junto a parientes cercanos en la galería de mi apartamento, y en el instante en que decidí pararme para ir al baño, una bala cruzó justo en el espacio donde estaba mi cabeza, y destruyó el vidrio de la ventana. Agentes de la Dirección de Investigación Criminal de la Policía Nacional fueron a la residencia, se llevaron el proyectil que impactó en la vivienda y luego dijeron que se trató de una bala perdida. Previo a ese extraño dictamen, la denuncia también fue hecha ante el juez Willy de Jesús Muñoz, quien prestó oído sordo y luego fue suspendido por la Suprema Corte de Justicia por haber dispuesto el traslado desde Najayo a San Francisco de Macorís -por un supuesto cáncer en la lengua- de Pedro Alejandro Castillo Paniagua (Quirinito) – prófugo desde el 2017 hasta ahora-, condenado a 20 años por la muerte de Gustavo Adolfo Cervantes (Waikiki).
La poblada (3). Después del mediodía del 23 de abril de 1984, una descarga de tiros rozó una camioneta tipo Van de El Nuevo Diario, desde la cual cubríamos como periodista un saqueo en la avenida Charles De Gaulle esquina carretera de Mendoza, en la zona Oriental. Las balas hirieron a un joven, que se desplomó a los pies de quien escribe. Lo recogimos y llevamos -sangrando profusamente y tirando gritos- al hospital Darío Contreras, donde efectivos militares apresaban y golpeaban a todo el que llegaba, y nosotros lidiamos para que eso no ocurriera. En la tarde dejamos de recoger heridos por las airadas resistencias del fotógrafo César Sánchez. Contamos decenas de fallecidos y miles de heridos hasta las tres de la madrugada, cuando desde la sede de El Nuevo Diario, en Don Bosco, nos retiramos a la zona Oriental junto a Osvaldo Santana, Héctor Tineo y Luis Minier Montero, vadeando gomas encendidas y advirtieron a militares bajo la protección de un gigantesco letrero: prensa. Luego publicamos el libro Poblada y matanza (1984). Tres días de protestas y otros relatos, y testimoniamos para una película.
El afiche (4). Pasadas las 12 de una calurosa noche de febrero de 1970, yo pegaba un afiche -subido a los hombros de Lalin- del Partido Comunista de la República Dominicana (Pacoredo) contra el régimen de Joaquín Balaguer, en el frente de una casa de blocks ubicada de la calle La Trinitaria esquina Mella, en Barahona. Como vigilante, Abigail nos pitó con la boca, pero ya era tarde. Apuntando sus armas de fuego, dos agentes del Servicio Secreto de la Policía nos ordenaron: ¡paren!. Abigail y yo huimos a toda carrera y cuando Lalin lo intentó, cayó al suelo y quedó arrestado. Fue llevado al cuartel general de la institución, donde casi lo dejaron por muerto, tras una horrorosa paliza por uniformados, entre ellos Uladislao Rodríguez Bautista (El Hippie), quien en el 2006 fue acusado judicialmente por la muerte del cambista Héctor Méndez. Abigail marchó a Haina, desde donde viajó en un barco a España, y a la semana Lalin fue libertado y también se agachó en otro barco, en el cual arribó a Nueva York. No regresaron a su país. Reflexioné de que cómo era posible que por colocar un afiche golpearan inmisericordemente a una persona, y que por esa razón no tenía que irme de mi pueblo, el que abandoné en 1976.
Cuatro muertos (5). El domingo 16 de marzo de 1970 Alfredo López, Alfredo Bourroughs, Víctor Peláez y este servidor nos dirigíamos, a eso de las 7 de la noche, al parque Los Suero (Barahona), donde había sido convocada una manifestación en reclamo del medio millón de pesos para la UASD y contra los crímenes políticos de la dictadura ilustrada de Balaguer. Luis López Méndez, corresponsal clandestino de Radio Comercial, nos devolvió: ¡El ambiente no pinta bien. Eso no es para muchachos! Al rato de retirarnos por esa exhortación, retumbaron las ráfagas de ametralladoras disparadas por dirigentes del MPD y la Línea Roja del 14 de Junio. Al instante, los apresamientos fueron masivos y al día siguiente se conoció la matanza en playa Azul del Estero de Juan Gilberto Díaz y su hijo Rafael Sánchez, Teodoro Torres y el deportista Eusebio Reyes, fusilados por el sargento Lucas del Rosario Medrano (Ráfaga), quien el 30 de noviembre de 1995 fue abatido a tiros por desconocidos en San Cristóbal. ¿….? Les contaremos…
¡Ten cuidado! (6), que será agredido: “Más que a escucharte, he venido a evitar una tragedia”, me susurró el caballero momentos antes de yo dictar una conferencia en un pueblo del Sur, en el 2014. Discretamente me identificó a los dos jóvenes -que parece que pertenecían a un grupo desprendido de un reducto del Movimiento de Liberación Trinitarios- que tenían asignada la misión de embestirme por haber planteado la hipótesis del suicidio de Narciso González (Narcisazo). Dos de mis acompañantes se acercaron a ellos, y les advirtieron las consecuencias de la acción que tenían proyectada ejecutar, por lo cual se retiraron de inmediato. Días antes, un amigo inseparable de Narcisazo, Jimmy Sierra, fue amenazado de muerte telefónicamente cuando hacía una intervención por la Z-101, corroborando con mi presupuesto. Ese otro entrañable con antecedentes de violencia le advirtió que actuaría si seguía -junto con el otro- sazonando el asunto de Narcisazo.
Ya a un exgeneral policial yo le había reprochado que, por su temor a la opinión pública, no reveló su evidencia primaria sobre la desaparición del meritorio y sufrido profesor, y a los dos primeros y más extendidos investigadores de la Procuraduría General de la República, Bolívar Sánchez y Frank Soto, actual juez de la Suprema Corte de Justicia, les había abundado sobre mis novedosas indagatorias. Los dos fiscales hacen constar sus enriquecidas y nuevas opiniones en el libro de mi autoría: Narcisazo: ¿Homicidio o Suicidio? -Las dos caras de una ausencia misteriosa-, que sirvió de base para exponer en cuatro paneles, en más de 50 programas y para ofrecer explicaciones -tardíamente- a los confundidos jueces de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. La hipótesis cada día cobra más vigencia.
Dos sicarios (7). Dos individuos a bordo de un motor Saltamontes se colocaron -una tardecita de septiembre del 2005- en la cercanía de la puerta izquierda de mi vehículo Honda Civic, gris, mirando hacia su interior, cuando este salió del parqueo de mi residencia. El automóvil dobló tres veces a la izquierda y luego dos a la derecha, y los sujetos no se le despegaron. Nervioso, mi hijo Enver, quien lo conducía, se detuvo en una estación de gasolina, al lado de un vigilante, y se desmontó del carro. Al comprobar que no era yo el que manejaba, los dos sicarios tocaron la corneta de la retirada. Al poco tiempo, como para que no volvieran a perseguirlo, el pobre Honda Civic cogió fuego -hubo un descuido de sus soldadores- y cuando los bomberos llegaron, no tuvieron más alternativa que contemplar sus restos.
En Iglesia (8). Tres días después -septiembre del 2005- este servidor escuchaba la misa nocturna en la Iglesia Paz y Bien, en la avenida Sabana Larga del Santo Domingo Oriental, rodeado de familiares y amigos. Vieron a un sujeto extraño. Mi tío Chequelo López observó que había salido de un vehículo que le esperaba en la ribera del templo y dio alerta a dos agentes del Departamento de Investigaciones Criminales de la Policía que cumplían una misión protectora. A toda carrera se metió en el automóvil, que emprendió la marcha y se escabulló en el tumulto vehicular.
El desesperado (9). Era medio moreno, gordito y bajito. Se le veía un bulto en la cintura. Había subido a la segunda planta del edificio 15 de la calle El Conde, frente al parque Colón. El desconocido preguntó por Oscar López Reyes y, al verle la desesperación reflejada en el rostro y notar la presencia de una segunda persona en la puerta, la secretaria Yudelka Vargas le contestó que no estaba, aunque yo lo estaba observando junto a otros dos aguerridos. ¿El motivo? Al contestar sospechosamente, la estudiante de comunicación social habló a todo pulmón. Varios empleados salieron a saber qué ocurría, y los dos huyeron en un vehículo que estaba estacionado en las inmediaciones, según testificó, desde su silla de rueda, un amigo que por su condición motora no pudo avisarme cuando vio que los dos sujetos subieron al edificio.
Disparo loco (10). El tiro que estaba en la recámara de una pistola se zafó, me rozó la barriga, le cruzó por entre las piernas al abogado Neftalí González Díaz y por el medio de dos sillas en las cuales estaban sentadas dos señoras que conversaban animadamente. La bala descansó, sin fuerza, en una pared. Otros dos abogados acompañantes, que estaban en el mismo vehículo, Naudy Tomás Reyes y Juan Vásquez, todavía están espantados. Los cuatro buscamos como una especie de refugio en las afueras de la ciudad de la región Sur. Asistíamos -el miércoles 24 de febrero de 2010- a una audiencia en la cual se conocería una solicitud de libertad condicional de una recluta condenada a 5 años de prisión por complicidad en un asesinato, y que fue suspendida por seguridad del tribunal ante la confirmación de la presencia de elementos altamente sospechosos.
Los dos que persiguieron el Honda Civic, los dos de la Iglesia Paz y Bien, y los dos que subieron a la segunda planta del edificio El Conde 15, posiblemente hayan sido los mismos sicarios responsables de cumplir una misión, que se tejió fallida por la vigilancia y la utilización de rutas variadas, a diferentes horas, de quien escribe. Ellos actuaban por mandato de un grupo que distribuía drogas en el ensanche Luperón, el barrio 27 de Febrero y Capotillo.
Con mi eliminación física buscaban impunidad, seguir su negocio y ampliando su nómina de asesinatos. En las primeras horas de la tarde del 19 de agosto de 2005, Jonathan Tavarez Portes ingresó, haciéndose pasar por mensajero, a la residencia de la psicóloga y educadora Yanet E. López Reyes (mi hermana), en la calle 4 Sur número 86 del ensanche Luperón, donde le disparó mortalmente al tórax, delante de sus tres hijos menores de edad.
Tavarez Portes testimonió, en un documento rubricado por su defensor público, que ratificó cinco meses antes de morir del SIDA en la cárcel de La Victoria, que el grupo le facilitó todos los recursos para cometer el crimen, desde 200 mil pesos, cinco kilos de cocaína, el uniforme de mensajero que vestía, lentes, una gorra, un bulto, un motor y el arma de fuego. Otro participante, Melvin Antonio De La Cruz Batista, fue abatido por dos guardaespaldas del expresidente Hipólito Mejía durante un atraco luego de salir secretamente de la prisión, y un tercero fue fulminado en los brazos de su madre, a fin de poder controlar el tráfico de una zona de Villa Consuelo.
La banda fue desarticulada por la Policía Nacional y logramos condenas de la última instancia para los implicados en el asesinato de la profesora López Reyes: Rosa Marte y/o Sonia Altagracia Alcántara, sentenciada a 15 años de prisión; Junio Leonel Sánchez (Caco de Bala) a 10 años; Orlyn Deyanira Vásquez Díaz y Ariel Antonio Paulino Guerrero a 5 años de cárcel. El castigo no fue mayor porque “la influencia externa se aposentó en los senos de dos juezas, y las amarró en la tinaja afectiva. Hubo componenda, y pasmo”. Y dos salieron un año antes de cumplir la pena porque en otro juez “la villanía tragó, despeinada, el caldo ardiente de su propia malignidad. Se le aflojó el trasero, y patinó apático hacia el infierno del calabozo”.
Por el asesinato referido, la sociedad quedó impactada e indignada. Procuramos y logramos justicia, en la puesta de la luz cósmica y desafiando los efluvios del bajo mundo, en el rompeolas de la insolencia, por respaldos esenciales, como el del entonces presidente de la República, Leonel Fernández Reyna; el jefe de la Policía, general Bernardo Santana Páez; el fiscal del Distrito Nacional, José Manuel Hernández Peguero y sus adjuntos Fabián Melo y Jhonny Núñez Arroyo; los doctores José Rafael Abinader, exsenador y rector universitario, y Wilson Gómez Ramírez, registrador de Títulos del Distrito Nacional; el Colegio de Abogados, con su presidente Julio César Terrero Carvajal y sus directivos Neftalí González Díaz, Juan Vásquez y Daniel Rondón Monegro, y los abogados Naudy Tomás Reyes, Santos Aquino Rubio, Robinson Cuello y Miguel Ángel Prestol Castillo.
La investigación que condujo a la condena se bobina como un prototipo, como se describe en mi libro Estragos de la infidelidad. Una novela recostada en un asesinato espantoso. Falta ahora que se cumpla la Ley Divina.
Oscar López Reyes
El autor: miembro/colaborador de la Academia de Historia, miembro de número del Instituto Duartiano y directivo de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos.
Category: NACIONALES, OPINIONES