Trump se defiende de acusaciones de filtrar informaciones a Rusia: «no y no»
WASHINGTON.- «No y no». Donald Trump ha decidido fortificarse ante el escándalo de la trama rusa. Primero se considera víctima de una «caza de brujas», luego niega cualquier acusación y finalmente deja a sus colaboradores, esos 17 asesores que tuvieron contactos con Moscú, en manos del destino. «No hubo connivencia mía ni de mi campaña, pero solo puedo hablar por mí: con Rusia, cero», afirmó el presidente de Estados Unidos en una conferencia de prensa en la que intentó pasar de puntillas sobre el terremoto que ha agitado la Casa Blanca y marcará su mandato.
Habrá un antes y un después. Estados Unidos ha visto esta semana cómo el sistema que Trump tanto denostó, mostraba su vitalidad y le situaba en una encrucijada histórica. Con el nombramiento de un fiscal especial, el futuro del presidente abandonaba los cómodos pasillos de la Casa Blanca y pasa a depender de un hombre conocido por su integridad y sangre fría. Se llama Robert Mueller, tiene 72 años y fue director del FBI de 2001 a 2013. En sus manos está investigar el Rusiagate, la madre de todos los escándalos de la era Trump.
Trump está empezando a conocer sus propios límites. Tras una campaña desmesurada, el multimillonario republicano ha necesitado sólo cuatro meses para darse de bruces con la división de poderes y tener que enfrentarse no a funcionarios sumisos, sino a un investigador especial, una figura excepcional y dotada de enorme poder.
La elección corrió a cargo del fiscal general adjunto, Rod J. Rosenstein, y, como muestra de independencia, no fue comunicada a Trump hasta 30 minutos antes de hacerse pública. Rosenstein avisó al consejero legal de la Casa Blanca y este directamente a Trump. Inmediatamente, el presidente convocó en el Despacho Oval a sus máximos asesores. El más beligerante fue su yerno, Jared Kushner, el mismo que una semana antes había apostado por el polémico despido del director del FBI, James Comey.
El hombre que nadie vio venir
Rod J. Rosenstein es el hombre al que nadie vio venir. Con más de 27 años de experiencia en el Departamento de Justicia, a este graduado en Harvard siempre se le consideró más un técnico que un político. Un funcionario cercano a los republicanos, que nunca dejaron de promocionarle, pero neutral en sus juicios. Prueba de ello fue su reciente nombramiento como fiscal general adjunto. Tras ser elegido por Donald Trump, recibió el respaldo del 94% de los senadores.
Esta vitola independiente fue sabiamente administrada por el presidente. Cuando quiso eliminar al incómodo director del FBI, James Comey, usó un destructivo informe suyo para despedirlo. Su participación en esta ejecución política sorprendió en medios jurídicos. No casaba con su personalidad. Apenas una semana después, Rosenstein ha devuelto el golpe y puesto a Trump ante un fiscal especial.
El presidente, siempre según los medios estadounidenses, se mostró inusualmente tranquilo y optó por la calma. La Casa Blanca emitió un escueto comunicado en el que evitó enjuiciar el nombramiento. Pero la paz no duró mucho. A la mañana siguiente, Trump volvió a ser él mismo y entró en combustión.
«Con todos los actos ilegales que tuvieron lugar en la campaña de Clinton y la Administración Obama, jamás se nombró un fiscal especial», lanzó en un primer tuit. Y 15 minutos después, remató: «Esta es la mayor caza de brujas a un político en la historia americana».
La contención se había roto. Y la primera advertencia a Mueller y al Departamento de Justicia había sido enviada. El presidente les recibía como la víctima de una persecución.
Al otro lado del tablero se mantuvo el silencio. La decisión de Rosenstein será analizada durante décadas. Bajo la lupa de la actualidad fue un movimiento de supervivencia. El fiscal adjunto, un jurista de larga trayectoria y respetado por ambos partidos, había quedado malparado con el despido de Comey.
Su escrito contra el director del FBI por su actuación en el cierre del caso de los correos de Hillary Clinton fue blandido por su jefe, Jeff Sessions, y por Trump para justificar la destitución. Un cese que se entendió como la eliminación simple y dura de un personaje incómodo y que había mostrado su independencia en la investigación más explosiva para la Casa Blanca: determinar si el equipo electoral del republicano se coordinó con el Kremlin en su campaña contra la demócrata Hillary Clinton.
Esta maniobra ofendió a Rosenstein, quien pidió que se hiciera público que su informe respondía a la petición de un superior, no a una iniciativa propia. De poco sirvió. Su nombre había quedado manchado.
Los demócratas aumentaron la presión contra el Departamento de Justicia. Y muchos republicanos, aunque sin poner el altavoz, expresaron sus miedos ante el despido en plena investigación de un director del FBI, una figura blindada con un mandato de 10 años. Las posteriores revelaciones de que Trump había intentado presionar a Comey para que cerrase la investigación en el caso del general Michael Flynn, el personaje principal de la trama rusa, no hicieron sino aumentar la tensión.
Frente a este vendaval, Rosenstein se aprovechó de una excepcionalidad administrativa para resarcirse. Su jefe, el halcón Sessions, amigo personal de Trump, está inhabilitado en todo lo tocante al caso ruso, debido a que mintió en el Senado sobre sus conversaciones con el embajador de Rusia en Washington.
Este vacío convierte a Rosenstein en el máximo responsable del Departamento de Justicia en esta trama. Y como tal, tiene autoridad para nombrar un fiscal especial.
Con este poder en la mano, Rosenstein dio el paso y eligió a un peso pesado. Un histórico de cuya capacidad para resistir presiones nadie duda. Ya lo hizo con George W. Bush, cuando en 2004, junto con Comey, en aquel momento fiscal general adjunto, se negó a autorizar un programa de espionaje masivo.
«Mi decisión no supone reconocer ningún delito ni que se vaya a perseguir a nadie. Lo que he determinado es que dadas las circunstancias excepcionales, el interés público requiere que ponga las investigaciones bajo la autoridad de alguien que tenga cierto grado de independencia de la cadena de mando normal. Un investigador especial es necesario para que el pueblo americano tenga total confianza», afirmó Rosenstein.
El extraordinario anuncio permitió al Departamento de Justicia, y sobre todo a Rosenstein, recuperar momentáneamente su credibilidad y envió un mensaje de tranquilidad al FBI, donde el despido de Comey fue interpretado como una injerencia insostenible.
Con Mueller al frente de la investigación, la trama rusa entra en una nueva fase. Aunque estará bajo el mando del fiscal general adjunto, posee mayor autonomía que cualquier integrante del ministerio público. Para avanzar en sus pesquisas, puede pedir recursos adicionales, emitir citaciones y presentar cargos penales. En ese caso, incluso tiene la capacidad de dirigir la acusación.
Es una maquinaria que, activada de forma correcta, es imparable. Aunque de momento no hay ninguna prueba que incrimine al presidente ni a su equipo, la amenaza es mayor que nunca. De ahí la furia de Trump y de ahí que sus propios consejeros le hayan recomendado contratar un abogado externo. Un nuevo capítulo en la turbulenta historia de la presidencia Trump se ha abierto.
Fuente: El País
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